Santa María Goretti

Santa María Goretti

María nació el 16 de octubre de 1890, en Corinaldo, provincia de Ancona, Italia. Hija de Luigi Goretti y Assunta Carlini, tercera de siete hijos de una familia pobre de bienes terrenales pero rica en fe y virtudes, cultivadas por medio de la oración en común, rosario todos los días y los domingos Misa y sagrada Comunión. Al día siguiente de su nacimiento fue bautizada y consagrada a la Virgen. A los seis años recibirá el sacramento de la Confirmación.

Después del nacimiento de su cuarto hijo, Luigi Goretti, por la dura crisis económica por la que atravesaba, decidió emigrar con su familia a las grandes llanuras de los campos romanos, todavía insalubres en aquella época. Se instaló en Ferriere di Conca, poniéndose al servicio del conde Mazzoleni, es aquí donde María muestra claramente una inteligencia y una madurez precoces, donde no existía ninguna pizca de capricho, ni de desobediencia, ni de mentira. Es realmente el ángel de la familia.

Tras un año de trabajo agotador, Luigi contrajo una enfermedad fulminante, el paludismo, que lo llevó a la muerte después de padecer diez días. Como consecuencia de la muerte de Luigi, Assunta tuvo que trabajar dejando la casa a cargo de los hermanos mayores. María lloraba a menudo la muerte de su padre, y aprovecha cualquier ocasión para arrodillarse delante de su tumba, para elevar a Dios sus plegarias para que su padre goce de la gloria divina.

Junto a la labor de cuidar de sus hermanos menores, María seguía rezando y asistiendo a sus cursos de catecismo. Posteriormente, su madre contará que el rosario le resultaba necesario y, de hecho, lo llevaba siempre enrollado alrededor de la muñeca. Así como la contemplación del crucifijo, que fue para María una fuente donde se nutría de un intenso amor a Dios y de un profundo horror por el pecado.

San Antonio María Zaccaría

San Antonio María Zaccaría

En este sacerdote que murió muy joven, sí que se cumplió aquella frase del Libro de la Sabiduría en la S. Biblia «Vivió muy poco tiempo, pero hizo obras como si hubiera tenido una vida muy larga».
Nació en Cremona, Italia, en 1502. Quedó huérfano de padre cuando tenia muy pocos años. Su madre, viuda a los 18 años, renunció a nuevos matrimonios que se le ofrecían con tal de dedicarse totalmente a la educación de su hijita y los resultados que obtuvo fueron admirables.

Estudió medicina en la Universidad de Padua, y allí supo cuidarse muy bien para huir de las juergas universitarias y así conservar la santa virtud de la castidad. Desde joven renunció a los vestidos elegantes y costosos, y vistió siempre como la gente pobre, y el dinero que ahorraba con esto, lo repartía entre los más necesitados.

A los 22 años se graduó de médico y su gran deseo era dedicarse totalmente a atender a las gentes más pobres, la mayor parte de las veces gratuitamente, y aprovechar su profesión para ayudarles también a sus pacientes a salvar el alma y ganarse el cielo. Pero unos años después, sus directores espirituales le aconsejaron que hiciera también los estudios sacerdotales, y así logró ordenarse de sacerdote. Así fue doblemente médico: de los cuerpos y de las almas.

SANTA ISABEL DE PORTUGAL

SANTA ISABEL DE PORTUGAL

Isabel significa «Promesa de Dios» (Isab = promesa. El = Dios).

Nació en 1270. Era hija del rey Pedro III de Aragón, nieta del rey Jaime el Conquistador, biznieta del emperador Federico II de Alemania. Le pusieron este nombre en honor de su tía abuela Santa Isabel de Hungría.

Santa Isabel tuvo la dicha que su familia se esmerara extremadamente en formarla lo mejor posible en su niñez. Desde muy niña tenía una notable inclinación hacia la piedad, y un gusto especial por imitar los buenos ejemplos que leía en las vidas de los santos o que observaba en las vidas de las personas buenas. En su casa le enseñaron que si quería en verdad agradar a Dios debía unir a su oración, la mortificación de sus gustos y caprichos y esforzarse por evitar todo aquello que la pudiera inclinar hacia el pecado. Le repetían la frase antigua: «tanta mayor libertad de espíritu tendrás, cuanto menos deseos de cosas inútiles o dañosas tengas». Sus educadores le enseñaron que una mortificación muy formativa es acostumbrarse a no comer nada entre horas (o sea entre comida y comida), y soportar con paciencia que no se cumplan los propios deseos, y esmerarse cada día por no amargarle ni complicarle la vida a los demás. Dicen sus biógrafos que la formidable santidad que demostró más tarde se debe en gran parte a la esmerada educación que ella recibió en su niñez.

A los 15 años ya sus padres la habían casado con el rey de Portugal, Dionisio. Este hombre admiraba las cualidades de tan buena esposa, pero él por su parte tenía un genio violento y era bastante infiel en su matrimonio, llevaba una vida nada santa y bastante escandalosa, lo cual era una continua causa de sufrimientos para la joven reina, quien soportara todo con la más exquisita bondad y heroica paciencia.

El rey no era ningún santo, pero dejaba a Isabel plena libertad para dedicarse a la piedad y a obras de caridad. Ella se levantaba de madrugada y leía cada día seis salmos de la Santa Biblia. Luego asistía devotamente a la Santa Misa; enseguida se dedicaba a dirigir las labores del numeroso personal del palacio. En horas libres se reunía con otras damas a coser y bordar y fabricar vestidos para los pobres. Las tardes las dedicaba a visitar ancianos y enfermos y a socorrer cuanto necesitado encontraba.

Hizo construir albergues para indigentes, forasteros y peregrinos. En la capital fundó un hospital para pobres, un colegio gratuito para niñas, una casa para mujeres arrepentidas y un hospicio para niños abandonados. Conseguía ayudas para construir puentes en sitios peligrosos y repartía con gran generosidad toda clase de ayudas. Visitaba enfermos, conseguía médicos para los que no tenían con qué pagar la consulta; hacía construir conventos para religiosos, a las muchachas muy pobres les costeaba lo necesario para que pudieran entrar al convento, si así lo deseaban. Tenía guardada una linda corona de oro y unos adornos muy bellos y un hermoso vestido de bodas, que prestaba a las muchachas más pobres, para que pudieran lucir bien hermosas el día de su matrimonio.

Su marido el rey Dionisio era un buen gobernante pero vicioso y escandaloso. Ella rezaba por él, ofrecía sacrificios por su conversión y se esforzaba por convencerlo con palabras bondadosas para que cambiara su conducta. Llegó hasta el extremo de educarle los hijos naturales que él tenía con otras mujeres.

Tuvo dos hijos: Alfonso, que será rey de Portugal, sucesor de su padre, y Constancia (futura reina de Castilla). Pero Alfonso dio muestras desde muy joven de poseer un carácter violento y rebelde. Y en parte, esta rebeldía se debía a las preferencias que su padre demostraba por sus hijos naturales. En dos ocasiones Alfonso promovió la guerra civil en su país y se declaró contra su propio padre. Isabel trabajó hasta lo increíble, con su bondad, su amabilidad y su extraordinaria capacidad de sacrificio y su poder de convicción, hasta que obtuvo que el hijo y el papá hicieran las paces. Lo grave era que los partidos políticos hacían todo lo más posible para poder enemistar al rey Dionisio y su hijo Alfonso.

Algunas veces cuando los ejércitos de su esposo y de su hijo se preparaban para combatirse, ella vestida de sencilla campesina atravesaba los campos y se iba hacia donde estaban los guerreros y de rodillas ante el esposo o el hijo les hacía jurarse perdón y obtenía la paz. Son impresionantes las cartas que se conservan de esta reina pacificadora. Escribe a su esposo: «Como una loba enfurecida a la cual le van a matar a su hijito, lucharé por no dejar que las armas del rey se lancen contra nuestro propio hijo. Pero al mismo tiempo haré que primero me destrocen a mí las armas de los ejércitos de mi hijo, antes que ellos disparen contra los seguidores de su padre». Al hijo le escribe: «Por Santa María la Virgen, te pido que hagas las paces con tu padre. Mira que los guerreros queman casas, destruyen cultivos y destrozan todo. No con las armas, hijo, no con las armas, arreglaremos los problemas, sino dialogando, consiguiendo arbitrajes para arreglar los conflictos. Yo haré que las tropas del rey se alejen y que los reclamos del hijo sean atendidos, pero por favor, recuerda que tienes deberes gravísimos con tu padre como hijo y como súbdito con el rey». Y conseguía la paz una y otra vez.

Su esposo murió muy arrepentido, y entonces Isabel dedicó el resto de su vida a socorrer pobres, auxiliar enfermos, ayudar a religiosos y rezar y meditar.

Pero un día supo que entre su hijo Alfonso de Portugal y su nieto, el rey de Castilla, había estallado la guerra. Anciana y achacosa como estaba, emprendió un larguísimo viaje con calores horrendos y caminos peligrosos, para lograr la paz entre los dos contendores. Y este viaje fue mortal para ella. Sintió que le llegaba la muerte y se hizo llevar a un convento de hermanas Clarisas, y allí, invocando a la Virgen María murió santamente el 4 de julio del año 1336.

Dios bendijo su sepulcro con varios milagros y el Sumo Pontífice la declaró santa en 1626. Es abogada para los territorios y países donde hay guerras civiles, guerrillas y falta de paz. Que Santa Isabel ruegue por nuestros países y nos consiga la paz que tanto necesitamos.

SAN TOMAS APÓSTOL

SAN TOMAS APÓSTOL

Santo Tomás Apóstol era judío, pescador de oficio. Tuvo la bendición de seguir a Cristo, quien lo hizo apóstol el año 31.   Se le conoce a Santo Tomás por su incredulidad después de la muerte del Señor. Jesús se apareció a los discípulos el día de la resurrección para convencerlos de que había resucitado realmente.   Tomás, que estaba ausente, se negó a creer en la resurección de Jesús: «Si no veo en sus manos la huella de los clavos y pongo el dedo en los agujeros de los clavos y si no meto la mano en su costado, no creeré». Ocho días más tarde, cuando Jesús se encontraba con los discípulos, se dirigió a Tomás y le dijo: «Pon aquí tu dedo y mira mis manos: dame tu mano y ponla en mi costado. Y no seas incrédulo, sino creyente.» Tomás cayó de rodillas y exclamó: «Señor mío y Dios mío!» Jesús replicó: «Has creido, Tomás, porque me has visto. Bienaventurados quienes han creído sin haber visto.»   El Martirologio Romano, que combina varias leyendas, afirma que Santo Tomás predicó el Evangelio a los partos, medos, persas e hircanios, y que después pasó a la India y fue martirizado en «Calamina». Conmemora el 3 de julio la traslación de las reliquias de Santo Tomás a Edesa. En el Malabar y en todas las iglesias sirias dicha fecha es la de la fiesta principal, pues el martirio tuvo lugar el 3 de julio del año 72.

San Bernardino Realino

San Bernardino Realino

San Bernardino Realino nació en Carpi, ducado de Módena, el 1 de diciembre de 1530 – Italia. Su familia pertenecía a la nobleza provinciana. Su padre, don Francisco Realino, un hombre importante, fue caballerizo mayor de varias cortes italianas. Por este motivo estaba casi siempre ausente de su casa. La educación del pequeño Bernardino estuvo confiada a su madre, Isabel Bellantini.

Fue bautizado en la fiesta de la Inmaculada Concepción. Se le ponene los nombres de Bernardino Luis. Bernardino en honor a San Bernardino de Siena, quien una vez fue huésped de la familia de su madre.

Dicen que Bernardino era un niño siempre afable y risueño con todos. A su buena madre le profesó durante toda su vida un cariño y una veneración extraordinarios. Durante sus estudios un compañero le preguntó: «Si te dieran a escoger entre verte privado de tu padre o de tu madre. ¿qué preferirlas?»Bernardino contestó como un rayo: «De mi madre jamás.» Dios, sin embargo, le pidió pronto el sacrificio más grande.

Su madre se fue al cielo cuando él todavía era muy joven, el 24 de Noviembre. Su recuerdo le arrancaba con frecuencia lágrimas de los ojos. Ella se lo había merecido por sus constantes desvelos y principalmente por haberle inculcado una tierna devoción a la Virgen María.

En Carpi comenzó el niño Bernardino sus estudios de literatura clásica bajo la dirección de maestros competentes. «En el aprovechamiento ?escribe el mismo Santo?, si no aventajó a sus discípulos, tampoco se dejó superar por ninguno de ellos.» De Carpi pasó a Módena y luego a Bolonia, una de las más célebres universidades de su tiempo, donde cursó la filosofía.

En Bolonia termina sus estudios de filosofía y se prepara para la carrera de Medicina. Fue un estudiante jovial y amigo de sus amigos. Más tarde se lamentará de «haber perdido muchísimo tiempo con algunos de sus compañeros, con los cuales trataba demasiado familiarmente».

Fue, pues, muchacho normal. Hizo poesías. Llevó un diario íntimo como todos, y se enamoró como cualquier bachiller del siglo XX de una joven culta y piadosa. Le parece la mujer ideal para formar su propio hogar. Cuenta de ella:

«Habiéndome introducido por senda tan resbaladiza ?escribe el Santo refiriéndose a aquellos días?, vino el ángel del Señor a amonestarme de mis errores, y, retrayéndome de las puertas del infierno, me colocó otra vez en la ruta del cielo.»

¿Quién fue este «ángel del cielo»?

Un día vio en una iglesia a una joven y quedó prendado de ella. La amó con un amor maravilloso, «hasta tal punto ?son sus palabras? de cifrar toda mi dicha en cumplir sus menores deseos. No obedecerla me parecía un delito, porque cuanto yo tenía y cuanto era reconocía debérselo a ella». Esta joven se llamaba Clorinda. Bellísima, había dominado por sí misma, sin ayuda de nadie, el vasto campo de la literatura y la filosofía. Era profundamente piadosa. Frecuentaba la misa y la comunión. Precisamente la vista de su angelical postura en la iglesia fue lo que prendió en el corazón de Bernardino, como lo demuestran las cartas y poesías que se cruzaron entre los dos y que todavía se conservan.

Bernardino tenía proyectado graduarse en Medicina. Pero a Clorinda no le gustaba, y él se sometió dócilmente a los deseos de ella. Había que cambiar de carrera y comenzar la de Derecho.

Por fin, el 3 de junio de 1546, a los veinticinco años, se doctoró en ambos Derechos, canónico y civil.

A los seis meses de terminar la carrera fue nombrado podestá, o sea alcalde, de Felizzano. Del gobierno de esta pequeña ciudad pasó al cargo de abogado fiscal de Alessandría, en el Piamonte. Después se le nombró alcalde de Cassine, De Cassine pasó a Castel Leone de pretor a las órdenes del marqués de Pescara.

En todos estos cargos se mostró siempre recto y sumamente hábil en los negocios.

El marqués de Pescara quedó tan satisfecho de las actuaciones de Realino que, cuando tomó el cargo de gobernador de Nápoles en nombre de España, se lo llevó consigo como oidor y lugarteniente general.

En Nápoles le esperaba a Bernardino la Providencia de Dios.

En los meses finales de 1561 fallece Clorinda. Recibe la noticia por una carta de sus amigos de Bolonia. Su abrió en el alma de Bernardino una herida profunda que difícilmente podría curarse.

El recuerdo de aquella joven querida le alentaba ahora desde el cielo, presentándosele de tiempo en tiempo radiante de luz y de gloria y exhortándole a seguir adelante en sus santos propósitos. En carta a su hermano Juan Bautista dice: «No encuentro otro consuelo sino en Dios. Me entrego a su divina voluntad. El procura el bien de sus creaturas, aunque nosotros nos inclinemos a otros bienes. Ruego al Señor y a su Madre me protejan y me muestren el mejor camino para enderezar mi vida».

Un día paseaba por las calles de Nápoles cuando tropezó con dos jóvenes religiosos cuya modestia y santa alegría le impresionó vivamente. Les siguió un buen trecho y preguntó quiénes eran. Le dijeron que «jesuitas», de una Orden nueva recientemente aprobada por la Iglesia.

Era la primera noticia que tenía Bernardino de la Compañía de Jesús. El domingo siguiente fue oír misa a la iglesia de los padres.

Entró en el momento en que subía al púlpito el padre Juan Bautista Carminata, uno de los oradores mejores de aquel tiempo. El sermón cayó en tierra abonada. Bernardino volvió a casa, se encerró en su habitación y no quiso recibir a nadie durante varios días. Hizo los ejercicios espirituales, y a los pocos días la resolución estaba tomada. Dejaría su carrera y se abrazaría con la cruz de Cristo.

Su madre había muerto, Clorinda había muerto. Su anciano padre no tardaría mucho en volar al cielo. No quería servir a los que estaban sujetos a la muerte. Pero, ¿cuándo pondría por obra su propósito? ¿Dónde? ¿No sería mejor esperar un poco?

Un día del mes de septiembre de 1564, mientras Bernardino rezaba el rosario pidiendo a María luz en aquella perplejidad, se vio rodeado de un vivísimo resplandor que se rasgó de pronto dejando ver a la Reina del Cielo con el Niño Jesús en los brazos. María, dirigiendo a Bernardino una mirada de celestial ternura, le mandó entrar cuanto antes en la Compañía de Jesús: «Bernardino, es mi voluntad que entres en la Compañía de mi Hijo Jesús».

Contaba Bernardino, al entrar en el Noviciado, treinta y cuatro años de edad. Era lo que hoy decimos una vocación tardía. Por eso una de sus mayores dificultades fue encontrarse de la noche a la mañana rodeado de muchachos, risueños sí y bondadosos, pero que estaban muy lejos de poseer su cultura y su experiencia de la vida y los negocios. Con ellos tenía que convivir, y el exlugarteniente del virrey de Nápoles tenía que participar en sus conversaciones y en sus juegos, y vivir como ellos pendiente de la campanilla del Noviciado, siempre importuna y molesta a la naturaleza humana. Pero a todo hizo frente Bernardino con audacia y a los tres años de su ingreso en la Compañía se ordenó de sacerdote el 24 de Mayo de 1567, por el Arzobispo de Nápoles Mario Caraffa. Su primera misa la dice en la fiesta del Corpus Christi. Todavía continuó estudiando la teología y al mismo tiempo desempeñó el delicado cargo de maestro de novicios.

En una carta dirigida a su padre dice: «Esta es gran misericordia de Dios. Él me ha elevado al honor de ofrecer al Padre eterno el cuerpo y la sangre de su divino Hijo. Esto es lo m s grande que el hombre puede hacer en la tierra. Yo me asusto, porque conozco mi indignidad. Soy, pues, sacerdote. Ud. jamás lo habría pensado. No entré a la Compañía con ese pensamiento. Pero el hombre propone y Dios dispone. Quiera la divina Majestad que yo sea un buen ministro para ayudar a las almas. Le ruego calurosamente, vaya Ud. a una iglesia y ante el Santísimo Sacramento dé gracias por el gran beneficio dado a su hijo. Ni Ud. ni yo merecemos tan grande favor».

En Nápoles permaneció tres años ocupado en los ministerios sacerdotales como director de la Congregación, recogiendo a los pillos del puerto, visitando las cárceles y adoctrinando a los esclavos turcos de las galeras españolas. Pero en los planes de Dios era otra la ciudad donde iba a desarrollar su apostolado sacerdotal.

En 1574, el P. Alfonso de Salmerón destina al Santo a Lecce. Desde hacia tiempo la ciudad deseaba un colegio de Jesuitas, y los superiores decidieron enviar al padre Realino con otro padre y un hermano para dar comienzo a la fundación y una satisfacción a los buenos habitantes de la ciudad, que oportuna e inoportunamente no desperdiciaban ocasión de pedir y suspirar por el colegio de la Compañía.

Los tres jesuitas, con sus ropas negras y sus miradas recogidas, entraron en la ciudad el 13 de diciembre de 1574. Por lo visto la buena fama del padre Bernardino Realino le había precedido, porque el recibimiento que le hicieron más parecía un triunfo que otra cosa. Un buen grupo de eclesiásticos y de caballeros salió a recibirles a gran distancia de la ciudad. Se organizó una lucidísima comitiva, que recorrió con los tres jesuitas las principales calles de Lecce hasta conducirlos a su domicilio provisional.

«Este domingo llegamos a esta noble ciudad de Lecce, sanos y salvos a pesar del largo y el incómodo viaje. Fuimos recibidos con aplauso de todos. Esto confunde. No escribo detalles, porque me da vergüenza. Basta que Ud. sepa que el amor por la Compañía es grande. La hermosura del país y la calidad de la gente son espléndidas. No me imaginaba todo esto. Aquí parece que estamos siempre en primavera. Espero confiado que Ud. lo constate con sus propios ojos. Me propongo establecer pronto el Colegio y nuestra Casa. La juventud es numerosa y est muy bien dispuesta».

El padre Realino era el superior de la nueva casa profesa. En cuanto llegó puso manos a la obra de la construcción de la iglesia de Jesús y a los dos años la tenía terminada. Otros seis años, y se inauguraba el colegio, del cual era nombrado primer rector el mismo Santo.

Desde el primer día de su estancia en Lecce el padre Realino comenzó sus ministerios sacerdotales con toda clase de personas, como lo había hecho en Nápoles. Confesó materialmente a toda la ciudad, dirigió la Congregación Mariana, socorrió a los pobres y enfermos. Para éstos guardaba una tinaja de excelente vino que la fama decía que nunca se agotaba. Después de los pobres de bienes materiales, comenzaron a desfilar por su confesonario los prelados y caballeros, tratando con él los asuntos de conciencia. «Lo que fue San Felipe Neri en la Ciudad Eterna ?dice León XIII en el breve de beatificación de 1895? esto mismo fue para Lecce el Beato Bernardino Realino. Desde la más alta nobleza hasta los últimos harapientos, encarcelados y esclavos turcos, no había quien no le conociese como universal apóstol y bienhechor de la ciudad.» El Papa, el emperador Rodolfo II y el rey de Francia Enrique IV le escribieron cartas encomendándose en sus oraciones. Tal era la fama de el «Santo de Lecce».

Los superiores de la Compañía pensaron en varias ocasiones que el celo del padre Realino podría tal vez dar mejores frutos en otras partes y decidieron trasladarle del colegio y ciudad de Lecce. Tales noticias ocasionaron verdaderos tumultos populares. En repetidas ocasiones los magistrados de la ciudad declararon que cerrarían las puertas e impedirían por la fuerza la salida del padre Bernardino. Pero no fue necesario, porque también el cielo entraba en la conjura a favor de los habitantes de Lecce. Apenas se daba al padre la orden de partir, empeoraba el tiempo de tal forma que hacía temerario cualquier viaje. Otras veces, una altísima fiebre misteriosa se apoderaba de él y le postraba en cama hasta tanto se revocaba la orden. De aquí el dicho de los médicos de Lecce: «Para el padre Realino, orden de salir es orden de enfermar.»

Pasaron muchos años y la santidad de Bernardino se acrisoló. Recibió grandes favores del cielo. Una noche de Navidad estaba en el confesonario y una penitente notó que el padre temblaba de pies a cabeza a causa del intenso frío. Terminada la confesión la buena señora fue al que entonces era padre rector a rogarle que mandara retirarse al padre Bernardino a su habitación y calentarse un poco. Obedeció el Santo la orden del padre rector. Fue a su cuarto y mientras un hermano le traía fuego se puso a meditar sobre el misterio de la Navidad. De repente una luz vivísima llenó de resplandor su habitación y la figura dulcísima de la Virgen María se dibujó ante él. Como la otra vez, llevaba al Niño Jesús en sus brazos. «¿Por qué tiemblas, Bernardino?», le preguntó la Señora. «Estoy tiritando de frío», le respondió el buen anciano. Entonces la buena Madre, con una ternura indescriptible, alarga sus brazos y le entrega el Niño Jesús. Sin duda fueron unos momentos de cielo los que pasó San Bernardino Realino. Lo cierto es que, al entrar poco después el hermano con el brasero, le oyó repetir como fuera de sí: «Un ratito más, Señora; un ratito más.»En todo aquel invierno no volvió a sentir frío el padre Bernardino.

Una otra vez el Hermano enfermero lo encuentra en la mañana con el rostro encendido y llorando. «¿Por qué llora, Padre?», le dice con cariño. Bernardino contesta: «¡Ah, si Ud. supiera lo que he visto!. Y ¿qué es lo que ha visto?, dice el Hermano. Realino no puede callarse: «He visto a la Santísima Virgen resplandeciente como un sol y vestida de púrpura y azul. He estrechado también en mis brazos al Niño Jesús». Después asustado, ruega al Hermano que no lo diga a nadie. Pero es inútil, porque éste lo cuenta a todos.

Llegó el año 1616. La vida del padre Realino se extinguía. «Me voy al cielo», dijo, y con la jaculatoria «Oh Virgen mía Santísima» lo cumplió el día 2 de julio. Tenía ochenta y dos años, de los cuales la mitad, cuarenta y dos, los había pasado en Lecce, dándonos ejemplo de sencillez y de constancia en un trabajo casi siempre igual.

Fue canonizado por el Papa Pío XII el 22 de junio de 1947 y decdlarado Patrono de la ciudad de Lecce.

San Junípero Serra

San Junípero Serra

El 1 de julio en Estados Unidos se conmemora al Beato Junípero Serra, un franciscano que encabezó varias misiones que hoy se han convertido en grandes ciudades norteamericanas.  Junípero Serra Ferrer nació el 24 de noviembre de 1713 en Petra, Mallorca (España). A los 16 años se convirtió en fraile y cambió su nombre por el de Junípero. En 1749 y motivado por su celo evangelizador partió, junto con veinte misioneros franciscanos, hacia el Virreinato de la Nueva España, nombre colonial de México. Allí impulsó su labor misionera en el Colegio de Misioneros de San Fernando. Luego de seis meses recibió la aprobación del Virrey para iniciar su misión en Sierra Gorda, un territorio montañoso donde ya habían fracasado algunos franciscanos. En este lugar permaneció 9 años. En 1767, Carlos III decretó la expulsión de todos los miembros jesuitas de los dominios de la corona, lo que incluía al Virreinato de Nueva España. Los jesuitas, que atendían la población indígena y europea de las Californias, fueron sustituidos por 16 misioneros de la orden de los franciscanos encabezados por fray Junípero. La comitiva salió de la ciudad de México el 14 de julio de 1767 y embarcó por el puerto de San Blas rumbo a la península de Baja California. Tras una corta travesía arribaron a Loreto, sede de la Misión de Nuestra Señora de Loreto, que es considerada la madre de las misiones de la Alta y Baja California. Una vez que llegó la comitiva a la península, determinaron seguir explorando la Alta California para llevar la luz del Evangelio a la población indígena. El 3 de julio se erigió la Misión de San Carlos de Borromeo. En julio de 1771 se estableció la Misión de San Antonio de Padua y en agosto la de San Gabriel, que se encuentra en la actual área metropolitana de Los Ángeles. El 1 de septiembre de 1772 fundó la misión de San Luis Obispo de Tolosa. Los misioneros catequizaban a los indígenas, les enseñaban nociones de agricultura, ganadería y albañilería, les proporcionaban semillas y animales y les asesoraban en el trabajo de la tierra. Junípero Serra falleció en la Misión de San Carlos Borromeo (Monterrey, California), el 28 de agosto de 1784. Sus restos se encuentran en la Basílica de esta misma misión. San Juan Pablo II lo beatificó en 1988 y fue proclamado Santo el  23 de septiembre del 2015 por el Papa Francisco en Estados Unidos. Los franciscanos lo celebran el 28 de agosto.