Una herida en el corazón del mundo y un testimonio de perdón

13 de mayo de 1981

Hay fechas que trascienden los anales de la historia escrita para incrustarse profundamente en la memoria colectiva, marcando un antes y un después en el devenir de nuestras vidas. El 13 de mayo de 1981 es una de esas fechas imborrables. Aquel día irrumpió con violencia en la Plaza de San Pedro en contra el Papa.

Cuarenta y cuatro años después, revivir las dramáticas imágenes de aquella tarde primaveral estremece hasta lo más profundo. Eran las 17:19 horas cuando Juan Pablo II en su acostumbrado recorrido entre los fieles congregados para la Audiencia General de los miércoles, elevó en sus brazos a una niña, entregándosela a sus padres. Un instante después el sonido seco y ominoso de un disparo, seguido de otro, desgarró el aire. El Pontífice, alcanzado en el abdomen, se desplomó en el jeep descubierto que lo transportaba por la plaza.

Mapa con Leaflet
UBICACIÓN DE ATENTADO

La consternación fue inmediata. La multitud se resistía a creer en la brutalidad de lo ocurrido. Muchos peregrinos rompieron en llanto, mientras otros arrodillados elevaban sus rosarios en ferviente oración, aquellos mismos rosarios que esperaban ser bendecidos por el Santo Padre. En la memoria de algunos resonaba una singular coincidencia: aquel mismo 13 de mayo, la Virgen María se había aparecido a los pastorcillos de Fátima. El Papa del «Totus Tuus», ¡María!, era encomendado por su pueblo a la protección maternal de la Virgen.

El propio Juan Pablo II confesaría más tarde que atribuyó su supervivencia a la milagrosa intercesión de la Virgen. Si una mano empuñó el arma para quitarle la vida, otra mano, más poderosa, desvió la bala, preservándolo. En esa misma tarde del 13 de mayo, la oración nacida en el corazón del Vaticano se propagó en ondas concéntricas, abrazando al mundo entero. Rezar se convirtió en el movimiento espontáneo de millones de personas al conocer la noticia de que su guía espiritual luchaba entre la vida y la muerte.

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La oración incesante de los fieles acompañó y custodió a Juan Pablo II hasta el final de su vida terrenal, especialmente en los momentos de sufrimiento y enfermedad que marcaron sus años posteriores, hasta aquella primavera de 2005. Resulta significativo escuchar las palabras del reportero de Radio Vaticano, Benedetto Nardacci, llamado a comentar la habitual audiencia de los miércoles y confrontado a una realidad que jamás hubiera deseado narrar. «Por primera vez – afirmó en directo – se habla de terrorismo también en el Vaticano. Se habla de terrorismo en una ciudad desde la que siempre se han enviado mensajes de amor, mensajes de concordia, mensajes de pacificación».

La explosión de odio que subyacía a aquel acto criminal fue impactante, casi apocalíptica. Sin embargo, aún más poderoso sería el amor y la misericordia que iluminarían, de manera misteriosa, el curso posterior de la vida y el pontificado de Juan Pablo II. Una muestra sorprendente de esta fuerza se manifestó apenas cuatro días después del atentado. Desde su lecho de hospital en el Gemelli, durante el Regina Caeli, Karol Wojtyla ofreció su perdón al agresor, llamándolo «el hermano que me ha atacado». Hermano, una palabra que trascendía el odio y la violencia, una fraternidad indeleble inscrita en el Cielo.

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Esta misma fraternidad sería protagonista de otro momento imborrable: el 27 de diciembre de 1983. Aquel día, Juan Pablo II visitó a Ali Agca en la prisión de Rebibbia. Un encuentro público que, como observó alguien, fue un acto del Papa para salvar la vida de quien intentó quitársela. «Nos hemos reunido como hombres y como hermanos – declaró el Pontífice tras el encuentro – porque todos somos hermanos y todos los acontecimientos de nuestra vida deben confirmar esa hermandad que proviene del hecho de que Dios es nuestro Padre». Aquella misma fraternidad que hoy el Papa Francisco nos señala como el único camino posible para el futuro de la humanidad. El 13 de mayo de 1981 no solo fue un día de dolor y consternación, sino también un poderoso testimonio de fe, perdón y la inquebrantable fuerza del amor fraterno.

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